Al comenzar el siglo XVI, el año de 1508, llegaba a Sevilla, desde Córdoba, el gran maestro que había de imponer su estilo a los pintores sevillanos durante una generación. La escuela sevillana, hasta que el rafaelismo inició la segunda etapa renacentista, es en realidad, la escuela de Alejo Fernández. Influidos por él, desde 1520 trabajan en Sevilla toda una serie de pintores cuyas obras son, en cierto modo, consecuencia de su labor.
Alejo Fernández aparece en Córdoba en los últimos años del siglo XV. Era hijo de Leonisio (Dionisio) Garrido y de Juana Garrido, y no debió de nacer mucho después de 1475. Aunque ni su apellido ni el de sus padres permiten suponerle de origen extranjero, hay que señalar que en los libros de cuentas de la catedral de Sevilla se le cita en una ocasión como "Maestro Alexos pintor aleman". Quizás el apellido paterno sea la castellanización de alguno extranjero.
La primera fecha relativamente segura de su vida es la de su matrimonio con María Fernández, hija de Pedro Fernández, uno de los principales pintores de Córdoba, antes de 1497. María Fernández es la compañera de su vida durante más de veinte años, y la madre de sus cinco hijos, tres de ellos varones, de los cuales Sebastián Alejo es pintor también y, sin duda, uno de sus principales colaboradores. Sus méritos y probablemente su enlace con la hija del pintor Pedro Fernández, debieron de facilitarle su carrera en Córdoba: el retablo mayor del gran monasterio de San Jerónimo, obra suya, nos dice del prestigio que Alejo Fernández llegó a conquistar en aquella ciudad.
Pero el comercio de Indias, monopolizado por Sevilla, convirtió pronto a ésta en tierra de promisión de artistas y mercaderes. En 1508 era llamado por el Cabildo de la catedral sevillana para ocuparse del retablo mayor, y allí lo encontramos, poco después, establecido con su familia en la collación de San Ildefonso. Los trabajos realizados en la catedral fueron los mejores pregoneros de sus merecimientos. Los encargos no se hicieron esperar. Ya en 1509 le encomendaron dos retablos los cartujos de Santa María de las Cuevas, uno el vecino de Antequera Martín Alonso, y no tardaron en seguir otros, como el de San Juan, de Marchena; el del licenciado Ribera, para Sanlúcar; el del jurado Nicolás Martinez Durango, para la catedral; el del colegio de Santa María de Jesús, fundado por Maese Rodrigo, etc. Los costeados por el canónigo don Sancho de Matienzo extendieron su fama hasta las lejanas montañas de Burgos, y en 1522, seguramente para asuntos profesionales, tuvo que hacer un viaje a Cuenca. Jefe, sin duda, de un taller perfectamente organizado, elabora también esculturas, pero son exportadas a Portugal. Sus sueños de gloria fueron pronto realidad.
Su hacienda creció al mismo ritmo que su fama. Si al casar con María Fernández sólo poseía el joven matrimonio unos 75.000 maravedíes, a la muerte de su primera mujer, con el dinero tomado a cuenta por los trabajos en curso, cerraba sus cuentas con 800.000. Alejo Fernández era artista que sabía administrarse. Ordenado y laborioso, llevaba cuidadosamente su libro de ingresos y gastos, créditos y deudas, en el que a veces sentaban algunas partidas su hijo Sebastián y uno de sus criados. Gracias a su trabajo incesante y a su buena administración, pudo dotar a sus hijos con largueza; poseyó casa propia, esclavos indios y negros, criados, y adquirió sepultura en el claustro del convento de Dominicos de San Pablo.
Las escasas noticias que parecen reflejar algo de su manera de ser nos hablan en favor de su buen natural: en una ocasión asiste al bautizo del hijo de una morisca horra (liberada) y padre desconocido, y al hacer uno de sus testamentos concede la libertad a su esclava María, proporcionándole además, medios con que pueda ganarse la vida. En la imposibilidad de costear ciertas misas con una propiedad dejada a ese efecto por su mujer, entrega el producto de su venta al ya entonces famoso por sus redenciones de cautivos el Venerable Contreras, para rescatar dos que fuesen vecinos de Sevilla.
Pero a los diez años de ininterrumpidas venturas económicas, con las prosperidades materiales comienzan a mezclarse los días nefastos. Entre 1520 y 1523 pierde a su mujer, y no tarda en seguirle al sepulcro su hijo menor, niño todavía.
Alejo Fernández ha abandonado su antiguo domicilio de San Ildefonso y habita casa propia en San Pedro, junto al Corral de Morales, próximo a la plaza de Argüelles. El trabajo continúa abundante. Le ayuda su hijo Sebastián y, probablemente, en la parte decorativa, el esclavo Juan de Güejar, a quien, al sentirse morir, en agosto de 1523, le regala la libertad y útiles para dorar, con la condición de servir aún cuatro años a su hijo. Otras veces contrata los trabajos en unión de otros pintores: con uno de ellos, Cristóbal de Cárdenas, traba gran amistad. Los ingresos siguen en alza. En los cortos años de viudez transcurridos gana buenas sumas de maravedíes y, como las desgracias familiares no le han hecho perder todo su optimismo, al iniciarse el nuevo cuarto de siglo decide reanudar su vida matrimonial. El día primero de enero de 1525 firma carta de arras a favor de la cuñada de Cárdenas, Catalina de Avilés, que si no poseía el arte de escribir no le faltaron algunos maravedíes en constantes ducados de oro para el mantenimiento del nuevo hogar. Alejo Fernández debía tener unos cincuenta años.
Eran días de optimismo en Sevilla. A fines de año se esperaba la llegada de Carlos V, que en el siguiente de 1526 deseaba celebrar su boda en la capital andaluza con doña Isabel de Portugal. Alejo Fernández trabaja primero en los arcos levantados por la ciudad para recibir al César, y tiene, sin duda, parte importante en las activas labores que se realizan en la capilla mayor de la catedral para ultimar su retablo, cuya traza diera años antes. Los encargos de obras continúan sucediéndose y, poco después, tiene la satisfacción de poder dotar con generosidad a su hija menor.
Más los años corren. Alejo Fernández cumple los sesenta y su hijo Sebastián se casa también. Para desgracia del maestro, en 1539 lo ve morir, recién casado y en plena juventud. Gravemente enfermo, a principios de 1542, hace nuevo testamento. Logra recuperarse pero recae en febrero del año siguiente. Considera entonces consumidos sus días y otorga dos codicilos cediendo la obra en que está trabajando a su colaborador Juan de Mayorga. Pero no era llegada su hora. Se restablece de nuevo y vuelve a su trabajo. Tenía a su cargo el retablo mayor de San Pedro, la parroquia donde estaba avencidado hacía veinte años. La vida, sin embargo, se le agotaba. El 24 de marzo de 1545 cobraba ciertas cantidades; pero el 21 de mayo del año siguiente se pedía cuenta al mayordomo de San Pedro del ducado de oro dejado de limosna por el difunto pintor; así pues debió morir en la primavera de 1545.
Con Alejo Fernández terminaba la primera etapa renacentista de la pintura sevillana. El mismo, en sus últimos años, pudo contemplar ya obras capitales del nuevo estilo rafaelesco. Desde antes de 1537 se encontraba ya en Sevilla y comenzaba su carrera triunfal el nuevo astro que, como él hasta entonces, había de iluminar sin competencia los talleres de los pintores sevillanos durante un tercio de siglo. Tal vez no se habría cumplido el año de su muerte, cuando Pedro de Campaña comenzaba a pintar su famoso Descendimiento.